Hay un momento en el que todo parece estar más o menos bien desde fuera, como que puedes vivir en paz; pero la realidad es que no puedes más. La casa está bien, tu pareja es buena persona, tu agenda se llena sola y tus amigas te ven como una mujer fuerte. Y sin embargo, te sientes sola. Vacía. Saturada.
Yo también estuve ahí. Pensaba que tenía que poder con todo, que si no conseguía estar en paz era porque había algo que no estaba haciendo bien. Me exigía hacer más meditación, poner más orden, más fuerza de voluntad… Pero lo que no veía era que estaba intentando encontrar paz en un entorno que me hablaba todo el rato de exigencia, de deber, de ruido.
El error: creer que vivir en paz depende solo de ti
Me encuentro a menudo con mujeres que (puede que como tú), sienten que si tienen una casa bonita y una vida más o menos estable, deberían sentirse en calma. Y como no se sienten así, se lo reprochan. “¿Qué más necesito?”, “¿por qué no lo consigo?”
Pero la calma no nace del deber. No se activa por obligación. Como muestran estudios del Instituto de Neurociencia Cognitiva Aplicada de Copenhague, el entorno físico que habitamos puede aumentar o reducir hasta un 40 % los niveles de cortisol si no está alineado con nuestras necesidades emocionales reales.
Y esto no lo resuelve una vela, ni una pared pintada de beige.
Una historia muy parecida a la tuya
Hace unos años, me despertaba cada mañana con la mandíbula apretada y el cuerpo tenso. Y aun así me decía: “estás bien, no te quejes”. Mi casa era luminosa, tenía plantas, estaba todo bien decorado. Pero me sentía pequeña dentro de ella. Invisible.
No sabía que estaba cargando con tantas creencias no revisadas: que no podía quejarme porque lo tenía todo, que pedir tiempo o espacio era ser egoísta, que si cambiaba algo iba a equivocarme.
Hasta que empecé a hacerme preguntas como las que propone Byron Katie: ¿es verdad que tengo que merecer mi descanso? ¿Es cierto que si lo cambio lo estropeo?
Y ahí empezó el cambio. No fue estético, fue emocional. Empecé a mover muebles, sí, pero desde otro lugar. Desde la necesidad de sentirme yo otra vez. Creé un espacio que no tenía que justificar, que no tenía que estar perfecto, que me acogiera sin exigirme. Por fin, mi casa me estaba devolviendo algo.
¿Te pasa algo de esto?
- Estás rodeada de cosas, pero no sabes dónde sentarte a respirar.
- Sientes que tu casa no tiene nada que ver contigo.
- Hay rincones que evitas porque te incomodan o te abruman.
- Compras cosas bonitas, pero no te sostienen.
- Sientes culpa por necesitar más… sin saber exactamente el qué.
¿Por qué decorar sola (sin revisar lo interno) no funciona?
Cuando te lanzas a cambiar la casa sin cuestionarte desde dónde lo haces, lo normal es que entres en bucle: inspo en Pinterest, compras sin sentido, cambios a medias, sensación de que nada encaja del todo. Y luego, frustración.
Esto pasa porque el problema no es estético. Es emocional. Te mueves entre dos polos: el de la exigencia (“quiero que quede perfecto”) y el de la duda (“no sé ni por dónde empezar”). Y entre medias, desapareces tú.
Por eso el enfoque que propongo no empieza por decidir si poner una alfombra o una lámpara. Empieza por entender qué parte de ti necesita recuperar espacio en esa casa. Y desde ahí, crear algo que te devuelva a ti.
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Este artículo está basado en mi experiencia como interiorista emocional, acompañando a mujeres que sostienen mucho y se sienten invisibles en sus propias casas.